Hoy quiero contaros algo curioso que me pasó dando una vuelta por mi barrio aquí en Japón. Desde que me mudé, siempre pasaba por delante de un local algo viejo, con pinta de estar cerrado. Nunca lo había visto abierto, y ni siquiera sale en Google Maps… así que pensaba que ya no funcionaba. Pero hoy, para mi sorpresa, ¡estaba abierto!

No me lo pensé dos veces y entré. El sitio es pequeño, con ese aire de los bares de toda la vida, muy tranquilo y algo desgastado, pero con mucho encanto. Me senté, eché un vistazo al menú (obviamente lo traduje con San Google), y me llamó la atención algo que no había probado nunca: ramen frío.
La verdad es que no tenía muchas esperanzas. No me suele gustar la comida fría, y menos una especie de sopa… pero hacía un calor importante, y el dueño —muy amable— me lo recomendó. Así que me animé, más por probar algo distinto que por convicción.

Y la verdad… me flipó. Fue una sorpresa total. Refrescante, ligero, con un toque picante y con muchísimo sabor. Nada que ver con lo que me imaginaba. Es uno de esos platos que descubres por casualidad y te alegran el día.
Me gustó tanto que le pregunté al dueño cuándo solía abrir, porque me quedé con ganas de probar más cosas del menú. Le conté (como pude, porque mi japonés aún es bastante flojo, aunque con el traductor se va tirando) que me había mudado hace poco y que era la primera vez que veía el local abierto.
Me explicó que el restaurante era de su padre, y que él lo mantiene como una forma de seguir con la tradición familiar. No es su trabajo principal, así que abre solo cuando puede, de 11:30 a 15:00. No hay un horario fijo, pero si lo ves abierto… entra sin pensártelo.


Este tipo de descubrimientos son los que me están encantando de vivir en Japón con la Working Holiday. Nunca sabes lo que te puedes encontrar al doblar una esquina. Y a veces, lo que parece un bar cerrado de toda la vida… acaba siendo uno de tus nuevos rincones favoritos.